I
Máscara que cubre tu sonrisa
mil muertes en cada ojo congelado,
en cada comisura quieta.
O tal vez,
esa máscara no sea
más que la verdad,
la mirada al revés de un mundo que te expulsa
que no puede verte sin ser visto.
Hay algo que mi infancia enterró
y no lo nombro por si acaso.
II
Órbita de cal ensombrecida
corola púrpura del cielo santo.
Recé cada noche con las rodillas entumecidas,
con los codos raspados por palabras.
Mañana habrá luz, al menos en tus ojos, pensé.
Pero nunca se iluminan esas cuencas. Nunca.
Y el frío que mi plegaria atesoró tanto tiempo
me congeló los secretos hasta apelmazarlos
en la garganta como tierra seca.
Alguien dijo alguna vez que iba a enmudecer.
III
Una gota negra en cada uno, y no son pupilas.
Una gota negra, negrísima de olvido, de mirada
atada a un solo parpadeo.
Puedo decir, sin embargo,
que todo es transparente en el sitio de mi ojo,
donde apilo gente que te supo.
De niña guardaba mis juguetes,
aún sabiendo que ya nada estaría en su lugar.
IV
Negro es el color, aunque en verdad es muchos
colores. Pero uno dice negro,
porque sí, por comodidad de la mirada,
o del lenguaje,
o del gesto.
No hay piel, casi, sino sombra.
Ni piel ni hueso, sino sombra.
Y la sombra es negra, eso dice todo el mundo,
pero la sombra es de todos los colores…
eso es lo peor: que uno no puede definir de qué
color es esa sombra que se posó sobre tus ojos
como un beso
como un suspiro de la noche.
¿De qué color es el hueco de una cuenca,
de una casa vacía?